Carta aparecida este lunes en el diario El Mercurio
Señor Director:
Aquello que se ha concesionado con notable éxito en las autopistas interurbanas ha sido trasladado literalmente al delicado tejido urbano de la capital, irrumpiendo en él con la torpeza del que dibuja trazos con brocha gorda sobre el plano de la ciudad. Las autopistas urbanas sólo son eficientes en cuanto a unir puntos extremos, ya que con sus mallas, cercos y barreras producen en su curso más segregación que cualquier frontera, dejando a su paso una ciudad de ghettos, hostil y, lo que es peor, violenta. Una ciudad que en lugar de mirarse a sí misma, expulsa hacia la periferia a los automovilistas sumergidos entre dos paredes que actúan como anteojeras, sometiéndolos a un traslado individualista, vacuo e hipnótico, sin más puntos de referencia que los dictados de la señalética "inteligente". Es decir, segregación pura y permanente impuesta por una tecnocracia que ha decidido ignorar tanto a los ciudadanos como a la realidad y a las experiencias en contrario.
Las carreteras, que a escala del paisaje resultan hermosas por el radio de sus curvas, por los peraltes, la pulcra demarcación de las pistas, la señalización oportuna y por la sensación de seguridad que producen, al ser trasladadas a la ciudad sin la más mínima adecuación, con el manual de carreteras del MOP en mano, resultan torpes y socialmente enajenantes. Asimismo, la calidad y materialidad de su ejecución, que en el caso de una carretera son certeras por su economía de medios, trasladadas al pie de la letra a la ciudad resultan canallescas.
Y así nos han convertido el Mapocho en un río de hormigón, como si algún volcán hubiese vomitado lava, destruyendo a su paso cuanto se le ponía por delante. En efecto, estos cientos de miles de metros cúbicos de hormigón no han respetado árboles, barrios, iglesias, puentes ni tajamares. Las riberas del río, que con sus árboles y parques acercaban amorosamente las dos orillas, actualmente aparecen tan distantes, separadas por una tierra de nadie, donde no hay lugar para el ciudadano, la naturaleza y la vida urbana, sino sólo un largo tubo de hormigón que se pierde en la nada, mientras la superficie se llena de jaulas galvanizadas.
No nos hagamos ilusiones. Al igual como en la década del 70 condenamos a muerte al centro con la Norte-Sur, hoy le hemos asestado a Santiago el golpe de gracia.
CHRISTIAN DE GROOTE
Arquitecto
Alguna vez andar en bicicleta en Amsterdam fue como hacerlo hoy en Santiago. Había que hacerse paso entre el espejo de un auto y el muro de un angosto callejón. Había que frenar por los autos a riesgo de ser frenado por la trompa de alguno de ellos. Uno tomaba aire y tragaba monóxido de carbono. Pero las cosas cambiaron y hoy Amsterdam es una ciudad para recorrerla y disfrutarla arriba de una bicicleta.
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